De vez en cuando, Er me llama para contarme sus "penas", y últimamente yo le pregunto - es que tienes ganas de estar triste?.
Cada vez estoy más convencida de que la felicidad es un estado mental y de que se aprende.
De vez en cuando, Er me llama para contarme sus "penas", y últimamente yo le pregunto - es que tienes ganas de estar triste?.
Cada vez estoy más convencida de que la felicidad es un estado mental y de que se aprende.
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Me duele acordarme y no acordarme.
Me duele olvidarme tan rápido de un rostro, de una voz, de una risa, de una idea, de los momentos pasados y de los imaginados.
Es como si el corazón y la cabeza se hubiesen puesto de acuerdo para sumirse en una especie de letargo, para narcotizarse frente al dolor y distraerse.
Como si todavía no estuviesen preparados para afrontarlo, lo aparcan. Se rellenan de sucedáneos de vida.
Ya no pienso, ya no siento. Hasta el corazón me late más despacio, sólo lo suficiente para mantener el cuerpo con vida.
Una vez le dije a mi madre que lo que más me dolía era el no entender, ella me dijo que no podía tratar de entenderlo todo. No le hice caso. Hoy me acuerdo de ese día y me gustaría preguntarle cómo se hace eso, vivir sin entender y que no duela.